Anhelamos orden y significado. Desde los humores antiguos hasta las modernas pruebas de Myers-Briggs, los humanos hemos buscado constantemente marcos para categorizarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean. Pero la perdurable popularidad de la tipificación de la personalidad plantea una pregunta intrigante: ¿por qué estos sistemas –a menudo carentes de rigor científico– resuenan tan profundamente?
Tomemos como ejemplo las personalidades tipo A y tipo B, un concepto popularizado a finales de la década de 1950 por los cardiólogos Dr. Ray Rosenman y Dr. Meyer Friedman. Su teoría surgió de una observación hecha por una secretaria en San Francisco: los pacientes con enfermedades cardíacas tendían a exhibir un comportamiento ansioso, como estar inquietos y apresurarse, prefiriendo sillas rígidas a cómodos sofás en la sala de espera de un médico. Esta evidencia anecdótica desató una cascada de investigaciones y, en última instancia, la afirmación de que las personalidades “Tipo A” (individuos competitivos, motivados y obsesionados con la productividad) estaban predispuestos a sufrir ataques cardíacos. La teoría se convirtió en un libro sensacionalista, “El comportamiento tipo A y tu corazón”, que rápidamente se convirtió en parte del léxico cultural dominante.
Este patrón se repite a lo largo de la historia: la antigua teoría humoral de Hipócrates que categoriza a las personas basándose en los fluidos corporales también cautivó a generaciones a pesar de carecer de base científica. Más recientemente, el indicador de tipo Myers-Briggs (MBTI), una herramienta de evaluación de la personalidad que pretende clasificar a los individuos en 16 tipos basándose en cuatro dicotomías (extroversión/introversión, sensación/intuición, pensamiento/sentimiento, juicio/percepción), ha ganado inmensa popularidad a pesar de su cuestionable confiabilidad y validez.
El atractivo duradero de tales sistemas es innegable. El atractivo radica en la seductora simplicidad que ofrecen: una clara categorización del complejo comportamiento humano. Ofrecen una sensación de control y comprensión en un mundo a menudo caótico. Nos consuelan las etiquetas, buscamos patrones y previsibilidad incluso donde no existen.
Este impulso de categorización no es intrínsecamente malo. Comprendernos mejor a nosotros mismos y a los demás es valioso. Pero confiar en marcos de personalidad simplistas puede resultar engañoso y, en última instancia, perjudicial. Reducir a los individuos a categorías rígidas ignora la naturaleza multifacética de la experiencia humana y puede perpetuar estereotipos o conducir a creencias autolimitantes.
La reciente tendencia en TikTok de tipificar la personalidad, que a menudo implica hiperfijación e investigación obsesiva sobre uno mismo dentro de comunidades en línea específicas, ejemplifica este fenómeno. Si bien estos cuestionarios pueden parecer divertidos e inofensivos, a menudo carecen de fundamento científico y priorizan la gratificación instantánea sobre la introspección matizada.
En última instancia, si bien el deseo de categorización está profundamente arraigado en nosotros, debemos abordar la tipificación de la personalidad con saludable escepticismo. En lugar de adoptar etiquetas simplistas, centrarse en cultivar la autoconciencia a través de una reflexión genuina, una comunicación abierta y la voluntad de comprender las complejidades de nosotros mismos y de los demás resultará mucho más valioso para navegar las complejidades de la interacción humana.
